Sigo sin leerte,
y sigo sin excusas para no leerte…
La otra noche saqué tu libro y lo observé con cuidado
para no mancharlo con las cenizas de mis cigarrillos…
Lo puse sobre la cama,
pero la cama sólo contó los cigarrillos,
y los dedos amarillos de mis manos no pudieron señalarme
que tus letras eran frutas,
el jugo saliva,
la carne cruda,
y el objeto,
el objeto contraído de nuestra sangre…